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Enric Juliana, Madrid
18/11/2015 01:10 | Actualizado a 18/11/2015 10:16
Mientras Francia se reivindica y las consecuencias militares, políticas y morales de la matanza de París comienzan a proyectarse sobre la atribulada política española –y catalana–, el monumento a las víctimas de los atentados del 11 de marzo del 2004 en Madrid se halla cerrado al público, con un aspecto muy lamentable. El contraste con el nervio de París es tremendo. Una vergüenza.
La lámina de plástico que recubre el lucernario de la sala, con decenas de frases de recuerdo impresas en espiral, se ha desprendido, formando un cono invertido que yace en el suelo. El alma del monumento se ha desmayado y nadie ha tenido la decencia de cubrir las paredes de cristal de la instalación. El despojo está a la vista. El recordatorio del 11-M parece una galería comercial abandonada por falta de clientes en una estación ferroviaria de extrarradio.
El Estado –el conjunto de las administraciones– nunca ha tratado con sinceridad ese monumento, inaugurado tres años después de los atentados que costaron la vida a 192 personas y provocaron heridas de distinta consideración a otras 1.857. Desde su apertura en el interior de la estación de cercanías de Atocha, ningún letrero externo lo identifica de manera bien visible como recordatorio del mayor estrago terrorista en suelo europeo desde el final de la Segunda Guerra Mundial. El Estado parece avergonzado. El recogimiento y la metafísica del espacio concebido por el joven equipo de arquitectos que ganó el concurso público, carece de una rotulación cívica eficaz y suficientemente explícita. A simple vista, cuando todo está en su sitio, el memorial parece una sala de meditación para pasajeros extraviados.
El periodista Thomas Gualtieri ha sido el primero en señalar el estropicio, en el cuaderno local de Madrid del diario El País. Ayer por la noche, las cosas seguían exactamente igual. Un despojo de plástico ante la mirada indiferente de los viajeros. Los tres instancias públicas implicadas en la conservación del monumento, Adif, Renfe y el Ayuntamiento de Madrid, parecen tener dificultades de coordinación. El problema estará en algún despacho –el Ayuntamiento de Madrid prometió ayer una pronta reparación–, pero a ningún empleado público se la ha ocurrido tapar la cristalera en señal de respeto. Las viejas repúblicas tienen espacios sagrados fuera de las iglesias, que la gente honra, cuida y respeta. Las monarquías parlamentarias también deberían tenerlos. Mientras se repara el compresor de aire que mantiene levantada la poética lámina de plástico, alguien debería haber extendido una lona, una tela, o unas páginas de diario en la cristalera. Decoro.
Desidia, mientras nos inundan las imágenes de París. He ahí una significativa desconexión entre lo grande y lo pequeño. La matanza de París se está convirtiendo en un gran espectáculo mediático, que aturde, convoca deseos de protección, fortalece el Orden, y enciende fantásticos debates sobre el choque de civilizaciones, la convivencia con el islam y la atroz perspectiva de una guerra intermitente y soterrada en territorio europeo. Atentados continuos en las grandes ciudades, mientras se lucha en el corredor mesopotámico. Ya emergen el Partido de la Guerra y el Partido de la Paz, cuando faltan menos de cuarenta días para las elecciones generales. Hay una gran excitación, pero también una gran indiferencia. Un extraño mecanismo psicológico impide que un funcionario levante el teléfono y pida un paño oscuro.
El Estado no ama el memorial de Atocha. Recuerdo bien cómo nació ese lugar sin nombre. Inmediatamente después de los atentados, el vestíbulo de la estación se transformó en altar popular. Velas, fotos de los muertos, crucifijos, muñecos, y decenas de rótulos con frases de recuerdo y de dolor. Las semanas pasaban y las autoridades no se atrevían a retirarlo. Finalmente se instalaron unas máquinas en las que se podían escribir recordatorios. Después, al cabo de tres años, se inauguró el memorial, todavía bajo la insoportable lucha cainita sobre la autoría de los atentados.
Los muertos de París se han convertido de inmediato en un signo universal. Los muertos de Madrid fueron humillados por la eterna batalla campal entre las dos Españas. El pertinaz intento de falsear la autoría de los atentados duró años. Esa es la herida que da tormento al memorial de Atocha y le desmaya el alma.
Comentarios
Y olé.
Luego que venga Rivera diciendo gilipolleces.
elpais.com/elpais/2015/11/17/album/1447761748_812524.html#1447761748_812524_1447767835