Era el primer Sábado de Agosto y Creosota había quedado para cenar. Salió de casa poco antes de las 10 de la noche y aunque había refrescado (el día había sido insoportablemente caluroso) la temperatura superaba ampliamente los 20 grados. "No se mueve ni una pizca de aire" pensó nada más salir del portal.
Cuando bajó al andén del metro la sensación de bochorno era ya insoportable. "Joder, qué puto calor" se dijo en voz alta sin que nadie le escuchara. El agobio no se le pasó hasta que llegó el tren y las piernas de un grupo de turistas americanas le distrajeron.
Emergió de la boca de metro en la Plaza de Lavapiés y allí le esperaba su acompañante, una compañera de trabajo que no parecía molesta por el retraso (15 minutos) de Creosota. Después de una breve parada en el cajero se dirigieron a uno de los bares de la zona y a los cinco minutos Creosota ya estaba dando buena cuenta de un botellín de cerveza bien frío. Para cuando llegó la comida ya iba por el tercero.
La conversación era agradable pero un tanto convencional: líos de faldas en la oficina y asuntos de actualidad. Creosota se esforzaba por resultar agradable, mirar a los ojos de su interlocutora y tratar de hacerla reír con chistes más o menos afortunados. Al cabo de un rato perdió el interés: "No hay feeling", pensó. La comida, sin embargo, le había sorprendido gratamente. Habían compartido una pizza con ralladura de Parmesano, rúcula y tomates cherry que le había dejado con ganas de más.
- ¿Cambiamos de garito? -dijo, tras apurar su tercio.
- Vale
El aire acondicionado del local escupía un chorro de aire helado directamente a su cara, y la sensación no era nada agradable. Los últimos 10 minutos se los había pasado parpadeando compulsivamente porque el ojo derecho se le estaba quedando seco. "Ni tanto ni tan calvo" se dijo Creosota mientras franqueba la puerta del local, reencontrándose con el aire caliente del agosto madrileño.
Para el que no lo haya vivido nunca, el aire de Madrid en Agosto es muy bochornoso, denso, es un aire sobado como el vapor de un cocido hirviente. El cuerpo tiene que hacer un esfuerzo extra para respirar, y más aún el voluminoso cuerpo del señor Creosota.
No se entretuvieron mucho y recalaron en uno de los locales de tapas de la calle Argumosa. Creosota se fijó antes de entrar en que aún servían platos calientes, es decir, aún tenían abierta la cocina, aunque ya eran casi las doce.
Perdido el interés en su acompañante, Creosota se centró en la comida, lo único que aún podía darle placer esa noche. Repasó la carta con la determinación de un felino en la sabana, listo para saltar sobre su presa. Huevos rotos, con morcilla. ¿Y qué será eso de "Habanos de pato"?
- Son como rollitos de primavera, pero rellenos de carne de pato en salsa -dijo el camarero a su lado.
Sonaba lo suficientemente bien.
Creosota saboreaba cada pinchada, fingiendo interés en la conversación, mirando por el rabillo del ojo a las chicas que entraban al local, o esperaban en la puerta, o pasaban a su lado para ir al baño. Unas le gustaban y otras no, pero a todas les daba el debido repaso, moviendo con discreción sus pequeños ojillos. Unos centrímetros mas abajo su bigote brillaba, parcialmente embadurnado de aceite.
A media comida llamó su atención la cristalera del local. Decenas de pequeñas bombillas dibujan el nombre del bar en un lateral, frente a un cristal que llegaba desde el suelo hasta el techo. "¿Cómo de caliente estará esa cristalera?" se preguntó, y se la imaginaba como la ardiente superficie de Mercurio. Pensó en si mismo atrapado entre las bombillas y el cristal y unas gotas gruesas de sudor empezaron a correrle frente abajo. "Este maldito sitio es un horno", pensó, mientras se limpiaba el sudor con un pañuelo.
De repente sintió un enorme eructo pugnando por salir al exterior, y por deferencia a su acompañante lo reprimió, dejando salir el aire por una estrecha rendija de su garganta. Sonó como un neumático desinchándose.
- ¿Qué ha sido eso? -dijo la chica entre risas
- Jejeje - dijo Creosota por toda respuesta, sin ni siquiera mirarla
Creosota no podía creer lo que estaba pasando: no iba a poder acabarse la comida. Se sentía hinchado, lleno. Probablemente por culpa de la cerveza que había bebido y por haber tenido que reprimir un eructo que intuía fenomenal. Creosota lanzó a su acompañante una mirada cargada de un desprecio sordo. Ella se dio cuenta y bajó la cabeza.
- ¿Tú no comes nada? -dijo en un intento desesperado por ocultar su fracaso
- Yo con la pizza ya me quedé bien -respondió la chica
Creosota lanzó un bufido. ¿Qué estaba pasando? Era como un gatillazo gastronómico, nunca antes había dejado una comida sin terminar.
Y sin embargo no podía. Estaba demasiado lleno. Y sediento. Por mucho que bebiera la sed seguía ahí. Estaba apurando su cuarta cerveza (más de un litro ya) y no parecía hacer efecto alguno. Empezó a mirar con envidia el tinto de verano de su acompañante, frío por efecto del hielo. ¿Podría pedirle un sorbo? Estaba cansado de la cerveza, que sólo conseguía llenarle el estómago de gas y se calentaba enseguida. Pero no quería un sorbo. Quería todo el vaso, y presionar los hielos contra su paladar fuertemente, hacerlos agua con su lengua.
Entonces vio cómo el camarero sacaba de una las cámaras una botella de dos litros de Schweppes limón, con su color amarillo azulado. Sus ojillos se abrieron y por un momento dominaron aquella cara alargada por una papada descomunal.
Creosota pidió un refresco, y luego otro, y deshizo los hielos en su paladar hasta perder la sensibilidad de la boca. Pero seguía teniendo sed. Era ese sitio, esa cristalera, la gente a su alrededor. Aquello estaba lleno, y no había aire acondicionado. Tenía que salir de allí, empezaba a encontrarse realmente mal.
- Me tengo que ir, no me encuentro bien -dijo con voz entrecortada
Y salió apresuradamente dejando un billete de 10 euros sobre la mesa, una cantidad manifiestamente insuficiente para pagar su parte de la cena (su cena).
Una vez en la calle se sintió sitiado. El calor era insoportable, la gente atestaba la calle. Gente con perros, gente hablando y riendo en voz alta en las terrazas. Una oleada de calor infernal le golpeó la cara al pasar frente a un kebab, y casi le noquea. Creosota entró en otro bar, pidió un Aquarius y un vaso de agua con hielo. ¿De dónde salía esa sed? No podía pensar en otra cosa. Intentaba salivar, pero sólo conseguía que una salsa densa saliera de debajo de su lengua, para secarse poco después.
Un par de bebidas más tarde la sed seguía sin desaparecer y Creosota apenas podía moverse. El líquido anegaba su estómago, formando un mar interior que se embravecía a cada pequeño movimiento. "Vale. Tranquilízate. Es imposible que estés deshidratado con la cantidad de líquido que has metido en tu cuerpo. No te vas a morir de sed. Esta sed es psicológica, producto del calor que hace en esta maldita ciudad".
Por fin consiguió serenarse, ahora tenía un plan: bebería pequeños sorbos, lo justo para mojarse los labios y refrescar la garganta cuando la notara seca. La clave era tragar la mínima cantidad de líquido posible, y esperar a que le dieran ganas de mear. Tenía que echar más de lo que metía, de lo contrario seguiría hinchándose. Y no podía hincharse más, se sentía como un enorme globo de agua viviente. La más mínima perturbación podía hacerle explotar en ese estado.
A estas alturas los camareros y algunos parroquianos ya se habían fijado en el gordinflón que resoplaba y farfullaba medio encogido en su banqueta. Cuando se levantó para ir al baño, bamboleándose de un lado a otro, tenía el aspecto de un accidente a punto de ocurrir.
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Al salir ignoró las miradas de curiosidad y reproche, pero no pudo evitar sentir una profunda amargura. Había conseguido vencer a la sed, sí, pero ¿a qué precio? Apenas podía moverse, no sabía qué iba a hacer cuando cerrara el bar, no sabía cómo volver a casa. Lo único que sabía es que la sed iba a seguir ahí. Hiciera lo que hiciera. Estaba condenado a vivir la vida a sorbitos. A vivir preso de la angustia, de la ansiedad brutal que sólo conoce el que batalla contra su propio cuerpo.
Algo tan simple, tan cotidiano como encaramarse a su banqueta le costó más de cinco minutos. Para cuando agarró con su manaza los restos de refresco y de agua y los mezcló en un sólo vaso, Creosota ya había decidido que aquello no era vida. Iba a matarse bebiendo, no a sorbitos, sino de un trago.
Y el hijo de puta reventó.