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miércoles, julio 10, 2013
De la discusión como arte perdido
Solicito el permiso de mis lectores (un permiso retórico; primero, porque no lo necesito; segundo, porque nadie tiene por qué aguantarme), hoy voy a escribir uno de esos posts que etiqueto como «Miscelánea», que es una palabrita que me sirve para decir, de otra manera, que el artículo va de «no Historia». A veces, en verdad, uno necesita contar, o contarse, otras cosas, aunque al final tengan que ver con lo mismo.
Y a mí me gustaría escribir hoy unas líneas que tienen que ver con nuestra contemporaneidad, con nuestros tiempos, con internet, y con alguna de las cosas que nos han pasado y nos están pasando.
Julio Cortázar grabó un disco hace muchos años en el que leía algunos de los textos de sus novelas, entre ellos la muy recomendable carta de La Maga a su bebé Rocamadour en Rayuela. En la introducción precisamente a esta lectura, el escritor argentino se quejaba de que el hombre moderno (moderno de su tiempo) ya no escribía cartas y que, de forma indefectible, con el tiempo perdería la capacidad epistolar. A la postre, Cortázar se equivocó un poco, porque el ser humano, cuarenta años después de que él grabase aquellos textos desde su casa de París, escribe muchas más cartas que entonces; eso, claro, si entendemos que un correo electrónico es una carta. No erró, sin embargo, en lo esencial. Porque la carta tradicional; ese texto de varias páginas en el que el corresponsal refiere a su receptor todo lo ocurrido entre el momento de la última carta y el momento en que escribe, aderezando los hechos con la descripción puntillosa de sus sentimientos y los de otros; ese tipo de carta que ya Cortázar añoraba, un pequeño relato en sí mismo, estaba condenado a morir desmadejado entre los engranajes de una civilización que todo lo hace con prisas y que, por lo tanto, no tiene tiempo ni para escribir, ni para leer.
La queja de Cortázar, tal y como yo lo veo, forma parte de una corriente magmática más anchurosa, que es un viaje hacia la simpleza. La Humanidad había comenzado en la segunda mitad un viaje hacia la simplicidad de las cosas, de la mano, sobre todo, de dos elementos: la publicidad, y la televisión. Ambas herramientas de comunicación se basan en el concepto de fogonazo. Un eslógan es un fogonazo, como lo es el corte de 25 segundos en un telediario. Nuestro mundo, pues, era ya una hoguera de simpleza a mediados de los noventa, cuando llegó internet, que se ha convertido en la gasolina del proceso. Su caja de resonancia. Su quintaesencia, quintaesenciada, asimismo, en el concepto básico de uno de los grandes ganadores del entorno, Twitter; la barra de un bar donde a ningún parroquiano le es permitido pronunciar más de 30 palabras seguidas. Son muchos los que me dicen, o dicen de mí por lo que leo en la red, que un defecto de este blog es que «sus posts son un poco largos». Están, me dicen los amigos que saben de esto, inadaptados a una cosa que se llama «lectura electrónica». Que no sé muy bien lo que es, pero sé que exige se escriba no más de cuatro párrafos.
Y esto ha afectado, ya llego al centro del asunto del que quiero hablar, a otro elemento: la capacidad de argumentar, de discutir. De percutir conceptualmente.
Soy lector compulsivo de literatura parlamentaria. De hecho, creo que si alguien, algún día, me regalase los centenares de tomos que ocupará ya, supongo, el acta continuada de los plenos de las Cortes Españolas, dejaría de salir de casa y pronto moriría de inanición, dejando caer el rostro sobre el tomo abierto de alguna de las sesiones decimonónicas. Tal vez porque leo tantas intervenciones parlamentarias es por lo que no soy muy aficionado a alimentar esa idea que dice: «parlamentarios, los de antes». Ciertamente, nuestros patres y nuestros conscripti (que el latinajo se cita todo junto, a mi modo de ver, erróneamente, pues una cosa es una cosa y dos, dos) solían hablar mejor que los parlamentarios actuales. Pero, de Cádiz para acá, ha habido siempre en eso que hoy se llama sede parlamentaria miembros y miembras de verbo zafio, ideas dotadas de discutibles armazones reflexivos, y mucha, mucha, pero mucha, farfolla. Especialmente injusta es la fama de Cortes de altos vuelos dialécticos que tiene en la mente de muchos nuestra II República; siendo como son aquellas Cortes capaz de lo mejor, del verbo cansino pero al fin y al cabo luminoso de Azaña, de la claridad profesoral de un Besteiro o de la erudición accesible de un Sánchez Albornoz; pero también de lo peor, de la mano del verbo blenorrágico de Pérez Madrigal, los periodos superferolíticos salidos de la boca de José Calvo-Sotelo, la burrez rampante y ostentórea de gentes tan incapaces como Margarita Nelken, o las directas incitaciones a la violencia, tan deleznables como rechazables en la casa de la Democracia, de esa Dolores Ibárruri a la que hoy se tiene por «revolucionaria olvidada»; siendo lo cierto que olvidándola, la verdad, le hacemos tremendo favor.
Con todo y ser verdad, cuando menos mi verdad, esto que digo, también es cierto que en la mayoría de los discursos que se leen en las actas de cualquier sesión congresual del pasado remoto se reconocen estructuras. Normalmente, ésta:
1) Antecedentes.
2) Situación actual del problema.
3) Diagnóstico y solución propuesta por mi adversario.
4) Análisis de los puntos flacos de la tal propuesta.
5) Propuesta propia.
6) Análisis o mera descripción de sus fortalezas.
Puestos a hacer recomendaciones, yo haría dos: Antonio Maura, e Indalecio Prieto. Antonio Maura era un señorito con mucha pasta que gobernó la mitad de la mitad de la mitad del tiempo que debería haber gobernado. Llevó como un baldón toda su vida la Semana Trágica de Barcelona y la ejecución de Ferrer Guardia y, para cuando comenzó a sacudirse aquel problema, en su partido ya estaban los Datos de turno buscando un lugar propio bajo el sol, y le hicieron la cama. Como consecuencia don Antonio, puesto que no tenía oportunidad de gobernar, se dedicó a analizar, y es por ello que sus discursos son de lo más analítico que se puede leer.
Por su parte, Indalecio Prieto era un pígnico hijo de la clase baja, sin un mango y emigrante al País Vasco desde su Asturias original, que aprendió el oficio de taquígrafo para hacerse chupatintas, lo que le hizo pasarse tardes y tardes de su adolescencia y primera infancia tomando notas de discursos que su profesor leía en voz alta. Tomó su maestro la costumbre de leerle para los ejercicios el texto completo de muchos discursos de uno de los más grandes parlamentarios españoles, Emilio Castelar, y fue así, casi sin querer, como Prieto aprendió retórica, aprendió a polemizar, y aprendió cómo se explica, ante un público de diputados, un plan hidrológico o un plan de cercanías ferroviarias, cosas ambas que la marcha del rey le darían la oportunidad de hacer; cosas que lo hacen digno merecedor de la estatua que tiene en Nuevos Ministerios, mucho más merecedor que Francisco Largo Caballero, que como ministro de Trabajo no hizo otra cosa que desempolvar los jurados de empresa que había inventado antes que él un general golpista. Era tan demoledora la capacidad de Prieto de acumular ordenadamente argumentos en favor de sus tesis que, en el momento en que se convenció de que la República tenía perdida la guerra contra Franco, tuvieron que cesarlo como ministro de Guerra, pues no paraba de dar por culo al Gobierno de la Victoria (sic) cada vez que abría la boca en los consejos de ministros.
En Maura y en Prieto, como en otros muchos, encontrará el lector este esquema de seis puntos que antes he descrito. No le costará reconocerlo y lo paladeará con gusto. Y luego de haber realizado esa abstracta colación, puede sumergirse en la lectura o audición del discurso de alguno de nuestros oradores presentes. Notará, inmediatamente, que el esquema ha mutado, y se ha simplificado.
1) Ataque al contrario.
2) Juicio de intenciones sobre el contrario.
3) Regreso al punto 1, en bucle, hasta que se encienda la luz roja.
No obstante lo escrito, lo mejor es que el lector, si la siente, trate de no ceder a la tentación de concluir, a partir de estas afirmaciones, que los políticos han perdido la capacidad de ser buenos parlamentarios. Con ser esa afirmación cierta, no es más que el síntoma de un proceso mucho más general en el que han sido las sociedades modernas al completo las que han perdido la capacidad de argumentar. Discutir, hoy, y no digamos ya discutir en internet, se ha convertido en una labor tediosa en la que, en realidad, para hacer las cosas medio bien, habría que consumir la mayor parte del tiempo de la discusión discutiendo sobre la discusión misma; ya que, puesto que el mal es que el mundo está hoy petado de gentes que no entienden qué es, y qué no es, una argumentación, en realidad nunca se llega al fondo de las cuestiones, porque el modo en que las cuestiones son discutidas se convierte en el verdadero tema del coloquio.
Son varias las cosas que se han perdido por el camino, afectadas por el conocimiento simplificado con el que todos nosotros salimos ya, cada mañana, a enfrentarnos con el mundo, con nosotros mismos, y con los demás.
La primera es el vicio de modificar constantemente el tema de la discusión. No creo que haya que desplegar muchos argumentos para convencer a alguien de que, si dos personas creen discutir sobre el mismo tema pero, en realidad, lo hacen sobre temas distintos, el acuerdo es imposible. Un ejemplo muy claro de lo que digo son las discusiones entre rivales políticos; el famoso y tú más. Cuando un político es apelado por otro político sobre el asunto de la corrupción en Palencia, está sentando un diálogo sobre si lo ocurrido en Palencia es corrupción; sobre si es, o no, ilícito; y sobre las consecuencias que debería tener la ilicitud, de haberse producido. Sin embargo, el político apelado, en lugar de contestar a cualquiera de las tres cosas (no ha habido corrupción; las acciones han sido todas legales; consecuentemente, nadie debe dimitir) contesta: pues anda que vosotros, en Valladolid... Si es hábil, conseguirá lo que busca: que se empiece a hablar de Valladolid, asunto que se tratará con el mismo nivel de superficialidad con el que se ha tratado el asunto de Palencia.
¿Es un vicio de los políticos? Pues la verdad es que no. Piense en lector cuántas veces se ha visto a sí mismo, o ha visto a otros, cuando en su lugar de trabajo han sido apelados por haber hecho algo mal, o deficientemente. Cuántas veces han visto cómo la persona criticada contesta inmediatamente desarrollando un plañidero discurso sobre cierto agravio que sufrió el año que se convirtió Recaredo, o la escandalosa falta de bolígrafos azules que se aprecia en la oficina desde hace meses, o el hecho de que los de la competencia tienen una impresora láser a colores, y ellos no. La persona apelada no está haciendo otra cosa que intentar simplificar el debate; llevarlo a terrenos en los que, además de no poder ser acusado de nada, puede aspirar a concitar la solidaridad de otros. Aunque ni los bolígrafos ni la impresora maldita falta que le hubieran hecho para hacer bien su trabajo, que es de lo que, in illo tempore, se estaba hablando.
Muy vinculado con este retruécano está la segunda característica del debate moderno, auténtico tótem de la simplificada discusión de nuestros tiempos: el juicio de intenciones. Consiste esta técnica en trocar el tema de la discusión, al estilo de lo que ya se ha descrito, llevándolo, muy específicamente, al terreno, no del qué está diciendo el contrincante, sino del por qué lo dice. Este mecanismo es un clásico de los debates sobre Historia, y muy especialmente los que afectan a la guerra civil. En la mayoría de los foros abiertos por ahí, cualquier crítica hacia el bando republicano hace a su portador o emisor objeto de una acusación: esa persona es, se dice, un negacionista. Alguien que todo lo que busca es negar los males y sevicias del bando y del régimen franquista, y es por eso, y sólo por eso, que dice lo que dice, que escribe lo que escribe.
Así pues: alguien va y escribe que la Ley de Términos Municipales de Largo Caballero fue el mayor avance para la democracia y la igualdad social de la República. Otro alguien contesta a ese alguien que, según no pocos criterios, esa ley, aparte de construir un monopolio sindical que acabó siéndole notablemente incómodo a los partidos políticos, agostó la economía rural española en algunas zonas, por incapacidad de conseguir mano de obra a coste razonable, fomentándose con ello el absentismo o, si se prefiere, el lock-out terrateniente. Entonces el primero de los posteadores contesta: eres un negacionista... ¡que defiende a Franco! (que era todavía, escribo de memoria pero creo que no me traiciona, director de la Academia de Zaragoza cuando se empezó a diseñar y aplicar la LTM). A partir de ahí, el debate comienza a tender a su elemento atractor, que es claramente el negacionismo: un tema mucho más sencillo de dominar a la hora de emitir una opinión (la LTM es notablemente molesta como tema; como poco, hay que leérsela antes) y donde, además, es más fácil encontrar ñetas que opinen como tú y hagan patota. La discusión, pase lo que pase con ella, ya ha sido ganada por el segundo de los interlocutores; porque ese interlocutor no buscaba convencer a nadie. Buscaba, simplemente, que los carriles del debate no fuesen los que eran en su inicio. Buscaba simplificarlo, y lo ha conseguido.
El tercer gran elemento de la discusión moderna es la exhibición impudenda de la ignorancia. Ay de ti si convocas en apoyo de tus argumentos la palabra de otros, o unos mínimos conocimientos matemáticos, o un mínimo dominio de los datos de la Historia. Eso, en el entorno de una discusión simplificada, se considera soberbio a la par que prepotente. Vivimos en un mundo en el que recordarle a alguien en público que Manuel Azaña nunca fue un político comunista es desempeñarse con prepotencia ante esa persona. No digamos ya citar tres o cuatro publicaciones distintas en apoyo de una tesis. La discusión simplificada es, también, una discusión igualitaria en la que todo el mundo debe poder entrar si quiere; y eso pasa por bajar la mano, que se dice en tauromaquia, hasta que el más pastueño de los toros pueda pasar por la muleta. Especialmente estomagante en este terreno, quizás precisamente porque soy de Letras, es la actitud que los de mi barrio tienen hacia las personas versadas en Ciencias. Cuando, en el marco de una discusión cualquiera, alguien se atreva a apuntar que, para entender adecuadamente los términos de un problema, hace falta saber primero qué distingue una media aritmética de una geométrica, y a éstas de una mediana o de una moda, ello no le servirá para otra cosa que para ser apelado de elitista, soberbio y despreciativo para con sus congéneres humanos; los ataques que recibirá se convertirán, muy fácilmente, en una especie de reivindicación apasionada de la estulticia; una, como dijo Cayo Lara, exaltación del cinquillo.
Esto es la sociedad moderna. Cójase un cuadernito y un bolígrafo y márchese a cualquier lugar concurrido. Una vez ahí, sáquese uno de esos temas bien enlodados: orígenes de la actual crisis económica y estrategias de salida; el problema catalán; el conflicto palestino; Cuba. Una vez lanzada la discusión, limítese el experimentador a tomar notas de la discusión; pero notas sólo cada vez que en la misma se aporte un dato, o un argumento, realmente nuevo. Pasada una hora o dos, váyase el amanuense a casa y trate de escribir más de dos o tres folios con las notas que ha sacado. No lo conseguirá. Normalmente, no pasará del medio folio.
Un viejo aforismo periodístico dice que a un buen periodista toda la vida le cabe en medio folio. De forma mucho más mordaz se expresó Joseph Conrad cuando dijo que el cerebro de un marinero cabe en media cáscara de nuez. Hubo una vez, sobre todo al final del siglo XX, en la que los reformistas burgueses, secretamente aliados con los primeros dirigentes obreros, soñaron con acabar con este tipo de personas. Soñaron con formar al iletrado para convertirlo en un rico argumentador. En algún momento tal vez difícil de dilucidar (y escribo «tal vez» porque quien me conozca bien sabrá que yo, cuando menos, opino que ese momento es dilucidable; es, en realidad, Mayo del 68) el objetivo cambió radicalmente. Ya no se trató de elevar al ignorante; se trató de simplificar al sabio.
Y allí que estamos, como escribió Santos Discépolo, todos manoseaos...
Publicado por Juan de Juan en 6:08 p.m.
http://historiasdehispania.blogspot.com.es/2013/07/de-la-discusion-como-arte-perdido.html
Comentarios
Lo que habría que preguntarse es si alguna vez se ha discutido bien. Somos seres subjetivos y siempre nos creemos con la razón, así es muy difícil admitir la derrota. La realidad se ve desde muchos planos, algunos de ellos muy complejos y estamos en una época de gran inquietud y beligerancia, en mi opinión la culpa no la tiene ni la prensa, ni internet la tiene la condición humana.
En eso tienes razón, son el reflejo de la falta de argumentos, del seguidismo y del encabronamiento general.
Por otro lado, Vlad, claro que somos gente subjetiva. Si no lo fuéramos, seríamos piedras.
:risa:
Esto lo dices porque eres un siervo de la mafia corrupta que nos da por el culo. Sigue justificando las acciones del PPSOE, sigue. Ya falta poco.
Mejor toma de decisiones colectivas = Paz + Prosperidad + Supervivencia de la especie
Toma de decisiones: En una democracia los protagonistas del proceso de toma de decisiones son los ciudadanos. Evidentemente siempre habrá un grado de representación y nos enfrentaremos al problema del agente-principal, pero en gran medida se puede decir que en una democracia somos dueños de nuestro destino y que por lo tanto existe un imperativo ético que nos obliga a interesarnos en la res publica y a implicarnos en la resolución de los problemas de nuestras sociedades.
Paz y Prosperidad: Esto es una tautología. Por definición, si tomamos mejores decisiones como sociedad el resultado será más paz y más prosperidad. Con las lógicas deficiencias y los inevitables tropiezos a los que nos obliga la metodología de la prueba y el error. El quid de la cuestión, y en eso entraré en breve, es determinar qué son "mejores" decisiones y cómo podemos obtenerlas.
Supervivencia de la especie: Veamos, el ser humano enfrenta un momento muy delicado de su devenir conocido como singularidad evolutiva, ese momento en el que una civilización tecnológica descubre la forma de aniquilarse a sí misma y se pasea por el alambre tratando de evitar la autodestrucción. Hemos desarrollado un gran poder pero no hemos desarrollado paralelamente la conciencia ética de lo que ese poder supone. Carl Sagan lo expresó muy elocuentemente cuando dijo: "esta mezcla inflamable de ignorancia y poder, más tarde o más temprano, nos va a estallar en la cara". Así pues hay una derivada existencial del imperativo ético que citaba antes. Si no hacemos los deberes nos vamos a la mierda.
¿Pero cuáles son esos deberes, qué significa "tomar mejores decisiones como sociedad", y cómo se consigue? Bien, quiero dejar claro que al hablar de mejores decisiones no estoy hablando de decisiones concretas, sino de metodologías. Da igual que seas ancap, paleomarxista o mediopensionista, o que se tomen decisiones en esa línea. Lo importante es el proceso de toma de decisiones. Es absurdo intentar encontrar la "mejor" decisión en una sociedad democrática porque estas son el fruto de la negociación de los actores sociales relevantes, que representan intereses legítimos, con la debida protección a las minorías.
Entonces, ¿qué es lo que quiero decir? Que para mi "mejores" significa tres cosas: informadas, racionales y prudentes. Mejor información, mejores herramientas para analizarla y la prudencia que el método prueba-error nos debe inspirar resulta en mejores decisiones. Y si bien esto no garantiza resultados óptimos o ideales sí nos debería permitir evitar lo abiertamente estúpido.
Todas estas cosas son necesarias para mejorar la calidad de nuestras decisiones y del debate público, y de todas nos hemos de ocupar.
La receta de la transparencia está clara y abunda la experiencia empírica sobre sus efectos ya que la mayoría de los países democráticos han integrado este principio en su corpus legislativo; algunos, como los países nórdicos, desde hace mucho tiempo y de manera ejemplar. Si bien es cierto también que el alcance de la misma está siendo objeto de un vivo debate en nuestros días gracias a héroes como Julian Assange o Edward Snowden.
El camino para que los ciudadanos tomen decisiones mas racionales basadas en su propio juicio crítico y sepan debatir es la educación. Todo lo dicho aquí debería formar parte del curriculum escolar obligatoriamente, junto con una descripción detallada de las instituciones que la sociedad se ha dado para regular la convivencia, su funcionamiento y los cauces de participación ciudadana para incidir sobre ellas, reformarlas o derogarlas. No se trata de adoctrinamiento, aunque habrá quien crea que enseñar los principios del escepticismo, el funcionamiento del cerebro o las falacias lógicas lo sea. Y por supuesto debería enseñarse de forma vivencial y práctica, no memorística. No me quiero extender en este punto porque la entrada ya está quedando muy densa, pero si tenéis curiosidad y aún no le conocéis os presento a Ken Robinson.
Respecto al periodismo, la necesidad de unos medios libres e independientes y los mecanismos para garantizar que existan forman parte del ABC del liberalismo clásico y los voy a dar por sabidos. Sólo apuntaré dos cosas: que en España no se respetan y que el periodismo, como tantas otras cosas (entre ellas la educación), enfrenta una crisis derivada del paso del paradigma industrial al informacional. Esta crisis se percibe hoy sobretodo como una amenaza, pero a mi me interesan más las enormes posibilidades que encierra de cara a tener un mejor análisis profesional de la información. Y llegado este punto voy a hacer algo muy grosero que es autocitarme: read me.
En fin, si habéis llegado hasta aquí os habréis dado cuenta de que el tema me parece fundamental. He escrito un tocho cargado de enlaces que reconozco no es de fácil lectura. Si aún os quedan fuerzas, os voy a pedir que leáis un post de Ricardo Galli del que he tomado gran parte de las ideas centrales de mi entrada. Se llama Calidad democrática y os garantizo que merece la pena.
Un saludo
Yo sigo pensando lo mismo, mientras los dos principales partidos sean unas dictablandas personalistas(y los otros principales no son mucho mejores) con tendencia a mantener a la casta político-económica no vamos a ser un pais en condiciones. Aparte de esto hay que cambiar el sistema bastante, tenemos que hacer autocrítica y darnos cuenta que esta en nuestra mano cambiar las cosas, aunque igual existe una mayoría que no quieren que cambie o que tienen miedo a que cambien.
Ahora mismo hay un debate en un hilo entre, podríamos decir, Ajojeno y Shapeley por un lado e Hiperion, Diomedes y yo mismo en el otro. Tras tres páginas de debate, ni una sola alusión personal ni, por supuesto, un sólo insulto. Ello me hace pensar que cuando los debates degeneran en eso es por la actuación, quizá trolera quizá no, de una serie de elementos (la mayoría recientemente expulsados del foro) y por la poca cabeza de quienes caemos en las provocaciones.
Pero la mayoría de foreros sabe debatir no solo correctamente, sino exquisitamente.
Hombre, claro que los trolls joden los hilos, pero creo que no hablamos sólo del foro (que también), sino de los debates y tertulias en general en foros, televisión y, por supuesto, entre políticos, que son los que deberían dar ejemplo.
Ah, también me ha molado el mensaje de Homi.
Gracias
Yo creo que hay que distinguir, en un foro puede haber trolls (y hay que pasar de ellos), pero es que es lo que hay en Internet, no le puedes pedir peras al olmo. También hay que entender que no todo el mundo viene al foro a lo mismo, algunos están para hablar muy en serio, otros para una discusión más casual y para otros es un sitio casi de recreo o de desahogo. Y todo es legítimo.
Cosa muy diferente es un político o un periodista. Ahí sí es exigible nivel. Que la gente no venga al foro a tomárselo tan en serio como yo, pues ajo y agua, pero que la política esté llena de Pujaltes pues me encabrona.
Todo un clásico :risa:
Pues ya ves, mucho curro, a ver si saco adelante mis proyectos, y ahora me ha dado por volver a escribir en el foro :amigos:
Pero no desviemos el debate :smile2:
En una escala de 0 a 10... pivón